Lo tenía por costumbre, todas las noches se asomaba a la ventana: abría cuidadosamente las puertas, revisaba el dintel, ojeaba las jambas.
Casi siempre en las mañanas, llegaban hasta ella los toches a tocar a picotazos los vidrios, los marcos dejando en ellos sus huellas y despertándola con su algarabía.
Se enojaba, los ahuyentaba a cortinazos manteniendo su ventana cerrada.
Sólo como un ritual en las noches la abría, revisando que esos malditos pájaros de mal agüero no hubieran quebrado nada .
A esa hora, casi la medianoche, su mal genio había desaparecido; hasta se reía sola -maliciosa- de su pelea matinal con los toches.
Acercaba su silla centenaria, aquella que había heredado de la abuela, se sentaba suspirando gemidos pausados, doblaba el brazo apoyando el codo en la baranda de madera y sosteniendo la cabeza con su mano. La habitual posición del pensador o del soñador.
Miraba al cielo por unos momentos, lo escudriñaba como queriendo encontrar en una estrella su alma, otras veces parecía rezar, pero era una especie de oración con enojo porque fruncía el entrecejo.
Pronto se cansaba de esta posición, era como si sus rezos, su oración no hubiesen sido escuchados y mucho menos haber podido encontrar en el cielo su alma .
Empezaba a mirar al suelo fijamente, como queriendo taladrarlo con sus grandes ojos negros; sólo volvía su mirada hacía la esquina cuando creía escuchar pasos que se acercaban, pero solo eran ecos fantasmas del viento incrustado en las grietas de los adoquines.
Cada vez que esto pasaba alcanzaba a escucharle un lamento, un ¡ay! lastimero escondido en uno de sus gestos .
La Bíata, la llamaban. A mi nunca me gusto que le dijeran así cuando se referían a ella en los corrillos especulando sobre el secreto que guardaba, y estoy seguro que ninguno estuvo siempre cerca -por lo mínimo- a la verdad.
Nunca les hice buena cara a esos chismosos y cuando me veían llegar se callaban o cambiaban de tema.
Yo la llamaba la Reina de los ojos deliciosos, eran como de lechuza o mas bien de novilla, como los ojos de la diosa Hera. A pesar de sus años no había perdido el brillo en su mirada y esto no es normal en una bíata, por eso me disgustaba que le dijeran así.
Había envejecido con dignidad, como duermen y envejecen los de conciencia limpia, tranquila; con esa belleza que se resiste a los años y no le hacen mella, el tiempo no la perturba y las arrugas se avergüenzan de poblar su rostro; se van a buscar otros mas amargos, las pocas arrugas que tenía le daban ese toque sensual que despierta de inmediato a la pasión, un matiz de rojo carmesí aún estaba virgen en sus labios.
Les confieso, que aunque me doblaba en edad o mas, me enamoré locamente de ella... yo, testigo visor de sus noches de contemplación, desbordaba en delirios y era mi sueño acercarme -así fuera una sola vez- a olerle su perfume, a embriagarme de su aroma.
Una noche me resolví y en esos locos frenesís que da la juventud, arrebatado le escribí un poema. Me acerque sigilosamente a su casa y por debajo de la hendija de su puerta lo lancé . En el le decía: que en sus ojos yo había encontrado esa estrella donde estaba su alma y la mía, que yo rezaba a la par con sus labios las mismas oraciones y que también fruncía el ceño porque el eco de mis súplicas no tenían respuestas, que yo odiaba a Dios y al Diablo por sentirla tan lejos y tan cerca, tan mía y tan ajena ...
Muchas cosas mas le dije pero por respeto a ella y a mi pasión desmedida, las callo, las guardo sumándolas a su secreto.
Esa noche no abrió la ventana, no se asomó. Me era imposible creerlo, era mas puntual que el reloj del tiempo, nunca faltó a su ritual, pero esa noche si... la siguiente también y la otra noche fue eterna mi espera...
Doblan las campanas, dicen que llevan a la Bella al cementerio, la encontraron muerta después de tres días, como cosa rara no olía a muerto, un perfume de bosques invadía su cuarto; acostada en su cama sonreía, sus grandes ojos negros estaban entrecerrados y sus manos apretaban una carta contra su pecho muy cerca a su corazón ...
Han pasado muchos años, siento que la parca me respira en la nuca, pero mientras viva no dejaré mi ritual de asomarme a la ventana a buscar en el cielo una estrella que se llevó mi alma.
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